Simón
-¡Somos troncos inertes esperando tocar el cielo o ser podridos por el tiempo!-
La frase salió de sus labios antes que pudiera dar razón de lo que había dicho. Sentado casi al filo de la incómoda banca de la capilla en donde había entrado para escuchar el sermón del viejo padre, casi tan viejo como sus años de ermitaño, Simón observaba como las típicas viejas devotas al sueño ceremonial de la misa lo acechaban con la mirada, sorprendidas por sus palabras tan vulgares. El eco de la estructura había hecho que su comentario fuera oído por todos en el lugar, los ruidos y los susurros empezaron y el rostro del padre hervía de la rabia- ahora se arrepentía de haber dejado entrar a su casa a tan sucio mendigo que maltrataba el barniz de las bancas y nunca daba limosna alguna-, - ¡cómo es posible que tal ser inmundo haya reclamado la suerte de los hombres en la casa de Dios, suerte que sólo él como pastor había aprendido a comprender!-, - ¡qué mendigo alimentado por la iglesia se atrevería a reclamar el destino de los mortales y cómo es posible que tales reclamos hayan salido de sus labios!, ¿acaso la oscuridad de su vida había terminado por apoderarse de su fe y de sus convicciones?
Sólo dos minutos después de la sorprendente interrupción de Simón, el padre lo miró con ojos fieros y extendió la mano- esa mano que lo había alimentado por años-hacia la puerta de la capilla. No se dijo ni una palabra, no hubo un susurro más. Solo si por suerte divina, todos en ese momento hubieran podido leer las mentes, habrían escuchado la confusión de Simón. Arrepentido de lo que había dicho y casi incapaz de comprender por qué lo había hecho, odiando haberse dormido entre sus pensamientos y haber comprendido su trágica vida, Simón se levanto avergonzado de las bancas y se dirigió a la puerta. Antes de cruzar por completo la puerta, volteó hacia el altar para despedirse de su Señor, pero sólo encontró al anciano sacerdote casi como un dios entre los fieles amedrentándolo con la mirada.
Fue en ese momento que Simón entendió su verdadera posición en la vida. La misa había sido en estos años su lugar de reposo, de calma, pero sobre todo, había sido el lugar donde escapaba de su soledad y de sus pensamientos rotos, pensamientos prófugos que acabaron con su única compañía efímera en la vida. Asistir a misa constituía lo único estable en la rutina de Simón, era la excusa para seguir viviendo su vida abandonada. Después de tantos años de asistir había dado por hecho su amistad con el padre, con las viejas devotas y con Dios, pero bastó que su conciencia se escapara de su habitual sueño primaveral para emprender la caza hacia su persona. Simón era y siempre había sido un mendigo más, que rezaba para conseguir alimento. Aceptado sólo si se sentaba al fondo del escenario donde nadie pueda sentir su presencia y su misceláneo olor. Vagabundo, mendigo y haraposo, con los dedos escapando de sus zapatos, así salió Simón de la capilla del centro de Lima sintiéndose por primare vez miserablemente solo.
Las calles de Lima ardían con el sol criollo, que estrellaba sus rayos en los rostros de todos los pobres transeúntes dispuestos a todo por contaminar sus pulmones con el fresco aire de la ciudad. -¿Quién los culpa?-sonreía Simón. Caminando por un jirón lleno de vitrinas, veía su reflejo en cada vidrio del mostrador, mientras más caminaba más incómodo y triste se tornaba su rostro. El tiempo le había enseñado a ignorar los artículos en venta que se exhibían al desnudo para el disfrute de los que pueden pagar, pero era su imagen propia lo que ahora le preocupaba. La melancolía de su expulsión de la capilla lo obligaba a caminar lento y a comprender su reflejo. No se detenía en detalles, lograba ver sólo su agreste cabello que ondulaba ásperamente con el aire. Su cuerpo era a través del reflejo una imagen oscura con manchas negras superpuestas, el polo que alguna vez fue azul extrañamente aún lograba mostrar un poco de su estampado americano. El pantalón que llevaba puesto había deteriorado todo principio ético y moral que alguna vez de niño le habían inculcado, ahora ya casi en tiritas dejaba ver casi toda su fisonomía, pero a causa de su suciedad su cuerpo había perdió sus detalles para convertirse solo en una silueta oscura. El sudor le obligó a frotar su rostro con su mano ennegrecida, su brazo y su mano se despintaron del color sucio de su piel, este evento obligó a Simón una vez más en detener su mirada en su mano. Llena de arrugas, de callos, su maltrecha mano había perdido el mínimo tono rosado y las líneas de su palma describían mejor que nadie lo que Simón había vivido. Sus uñas escondían la mugre de todos los días en su vida, llevaban registro perfecto de sus desdichas apañadas antes por la ansiosa estadía en la misa de la capilla.
Cuando el sol llegó a un punto estremecedor, donde los sentidos renuncian y la paciencia se rinde ante el estremecimiento de la calma, la desesperación de su cuerpo por escapar del calor le indicó que había llegado al fin de su camino. El jirón había ya quedado atrás al igual que muchas otras calles que Simón había recorrido sin mirar. Cerca al río, al otro lado de este, quedaba lo que Simón conocía como su casa. Al filo de la autopista, lleno de basura reciclable o una mezcolanza de muchos extraños desperdicios, quedaba el lugar que lo albergaba en las noches de los calurosos veranos y de los húmedos inviernos limeños, tales estaciones casi terminan por matarlo, pero el calor de los cartones botados y los plásticos derretidos en las fogatas de media noche no lo habían permitido.
Cansado por la caminata, se echó encima de unos montículos de papeles, pero para colmo de males un vidrio escondido entre la suavidad de su colchón de papel le cortó el brazo al rozar con su piel. La sangre poco le importó. A consecuencia de su vida de vagabundo el tétano u otra enfermedad ya no era problema para él. Lo único que lo mantenía consciente era su desgarrada vida religiosa, la cual había perdido. Ya era muy viejo para optar por otra capilla, los sacerdotes actuales ya no se estremecían por los mendigos-ya no eran ejemplos de la bondad de los pobres- y la gente actual miraba con pena su infortunio, pero lo hallaban culpable de su propia desdicha. Pedir limosna ya no era trabajo para él, los años lo habían ensuciado demasiado para producir la pena necesaria para una moneda de diez céntimos. Estaba acabad. Su vida dependería de los trozos de papel asquerosos que reuniera para poder vender como reciclaje. Un moneda de sol al día lo mataría en una semana, sería una semana con un final sin él en la capilla, pero nadie lo notaría, muerto se pudriría entre el tumulto de basura, el olor no cambiaría del actual y su existencia se confundiría con otro aquel vago atrevido que se decidiera a entrar a su antigua capilla.
Echado como estaba, observaba el cielo azul de Lima. Libre de nubes sombrías el cielo parecía hermoso por primera vez en su vida y la nostalgia, acompañada de un poquito de felicidad, se apoderó de su rostro. Una sonrisa le fue arrancada por un ser inexistente, cerró los ojos y cogió entre los dedos una pedazo de papel que sobresalía de los demás. Esperando que no sea ningún papel higiénico sucio abrió los ojos para ver que había cogido. Entre sus dedos, un billete de cien soles peleaba con el viento por no soltarse de reciente dueño o, tal vez, al revés. Los ojos de Simón se abrieron de golpe, sin la lentitud habitual y gozaron como nunca en su vida la excitación de tener por primavera vez un billete de cien. Las manos le temblaban y su vida empezaba a brillar ¡Lo sentía! Esto debería significar algo, un nuevo cambio en su vida. Totalmente desenfrenado se paró de un golpe y empezó a aplaudir como loco, si es que ya no lo fuera, pero un dolor le interrumpió la congoja.
Había estado ya unas cuantas horas echado en la basura, y al pararse había descubierto una mancha increíblemente grande de sangre donde se había recostado. Pero esto no le quitó la alegría por haber encontrado el billete, -¡gracias Dios mío!- repetía Simón tan alegre como un niño con su helado. Miró al cielo por largo rato y pensó en lo que había dicho casi dormido en la capilla, cada vez que intentaba comprenderlo se nublaba más su conciencia y no lograba entender porque lo había dicho. Al mirar a su alrededor tan solo una pregunta le vino a la mente- ¿Cuánto tiempo había estado desangrándose en el montículo de basura mientras el miraba el cielo y esperaba alcanzar la dicha de Dios? De un momento a otro, su cuerpo casi vacío se derrumbó hacia el suelo donde el papel había absorbido la sangre chorreante de su brazo y en breves instantes Simón murió.
Por... Argod
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"Pandemonio, es una ciudad en la que deambulan Las Voces y en la que se aguarda eternamente al huésped, sea digno o indigno, sea bueno o malo. En su interior apretujados caídos revolotean en una sola carne, dispuestos a saltar al primer navío disponible, como una fuga de agua caliente.
Solo tendrás un segundo para decidir: Leer el Manual de la Naturaleza Doble, y dar la vida; o ser otro para siempre" El capitánTulik; José R. García.
lunes, mayo 11, 2009
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